Ana está en el baño. Se acaba de duchar.
Se ha puesto unos pantalones vaqueros que le quedan perfectos, parecen hechos especialmente para a su medida. En la calle hace frío, así que ha decidido ponerse un jersey naranja, ajustado, de cuello vuelto. Con una mano limpia el vaho del espejo y se observa, reflejada en él. Es guapa y tiene un cuerpo bonito, aunque últimamente ha perdido algo de peso, quizá demasiado.
Ana se mira en el espejo. Ve la piel tersa de su cara enmarcada por su abundante pelo castaño, su pequeña y graciosa nariz, sus labios carnosos y sus preciosos ojos color avellana.
Ana intenta sonreír, pero no puede. Se fija detenidamente en su reflejo, en sus ojos, y a través de ellos vislumbra una mezcla de alegría y tristeza. Está ahí, frente al espejo, aunque se siente a miles de kilómetros. Esa sensación no le gusta, le gustaría estar donde está y no sentirse así. Lleva meses deseando estar aquí y ahora se siente lejos... Suspira.
Ana sale del baño. Su pelo rizado aun está húmedo y al caminar esparce por toda la estancia ese agradable olor, mezcla de champú, jabón y un cuerpo de mujer. Camina despacio, como ausente, ajena a todo lo que le rodea. Sus pies descalzos pisan la moqueta con gracia, como si fuera una princesa o bailarina, casi de puntillas.
Se arrodilla frente a la maleta y coloca sobre sus rodillas su pijama lila, perfectamente doblado. Su puño izquierdo permanece cerrado, y en él esconde la escueta ropa interior que llevaba puesta bajo el pijama. Abre la maleta y, sin prisa, guarda la ropa interior usada en su compartimento y busca acomodo a su pijama. Revuelve entre su ropa y por fin encuentra las medias que buscaba. Decide también coger unos calcetines para protegerse mejor del frío reinante.
Se pone en pie y camina, de forma elegante, hacia uno de los sofás que hay en la habitación. Se sienta sobre uno de los brazos, y se agacha para acercar las botas altas que dejó ahí la noche anterior.
Con ambas manos, se sube una pernera del pantalón hasta la rodilla para poder ponerse la media. Coloca una media en uno de sus pies y comienza a desdoblarla, meticulosamente, ascendiendo poco a poco por su pantorrilla, de forma que parece un arte aprendido por la costumbre. Hace lo mismo con la otra media y se pone encima los calcetines. Luego se calza las botas y vuelve a colocar las perneras del pantalón, cubriendo con él las botas.
Finalmente se pone en pie, y estira sus pantalones con sus manos, desde sus muslos hasta debajo de las rodillas. La forma de hacerlo es tan elegante y suave que parece que simplemente se acaricie.
Camina de nuevo hacia la maleta. Las botas y el tacón alto le confieren aun más elegancia. Del neceser coge su perfume, con el que se pulveriza las muñecas y el cuello, y el intenso aroma invade la habitación.
Ana termina de recoger sus cosas, cierra la maleta y se pone el abrigo. Es largo, negro e impermeable, ideal para protegerse del frío, la lluvia y el viento que hay fuera. Se pone una bufanda gris, que ella misma ha tejido, alrededor de cuello, enrollándola como una enorme serpiente. Con la ayuda de sus manos, saca los rizos que han quedado atrapados entre el abrigo y la bufanda.
Por fin dice en voz alta: "Estoy lista".
Coge la maleta y la pequeña mochila y abre la puerta de la habitación. Antes de traspasar el umbral, se para, mira hacia atrás y echa un último vistazo. En sus ojos color avellana hay una mezcla de alivio y pena.
8 de abril de 2008
ANA
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